jueves, 31 de diciembre de 2009

Juan García Suárez "El Corredera" - VIII - Condenado a Garrote Vil

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Juan García Suárez 
 
"El Corredera"
Condenado a Garrote Vil
Capitulo - VIII


      En una Guía Histórico Cultural de Telde (edición impresa de 1996), se escribió un hermoso y verdadero articulo sobre la vida de éste personaje. "COMO SE FORJÓ UN MITO: JUAN GARCÍA SUÁREZ, ALIAS “EL CORREDERA”, por  Antonio María González Padrón. Revista número 8, correspondiente a 1996, en sus páginas, 56-59 y 60:

-“Yo he sido un desgraciado en esta vida. Casi no tuve tiempo de jugar. Empecé a trabajar a los 12 años, y la verdad es que no he sido tan malo como algunos creen. En todos los sitios, donde trabajé, me decían que mi conducta era buena. Desde que era un niño, tuve que ayudar a mantener a mi madre y a mis hermanos, que eran pequeños. ¡No se preocupe, Sr. Obispo, porque yo me podría confesar en una Plaza Pública!. La falta más grave que cometí fue matar a aquel hombre, pero él molestó mucho a mi familia. A pesar de todo, yo le hubiera disparado si antes no viene hacia mi con un cuchillo en la mano. Me cerró el paso y no tuve más remedio que defenderme. Del otro pobre, me da mucha pena, porque era un buen hombre y no había hecho daño a nadie. Yo a todos ¡les pido perdón! y ¡también! Perdono a todos, hasta el guarda jurado que fue un buen amigo y que estoy seguro que no quiso dispararme. Lo que pasó, es que se puso nervioso porque sabía que yo tenía una pistola y no supe lo que hacía.

Juan había terminado el tema de su vida, y sin pensarlo, había hecho una confesión grandiosa, humana y eterna. Estaba inspirado en la caridad, en la unión entre todos, en el amor a sus semejantes. Los presentes estabamos conociendo de cerca de un gran hombre. Unos lloraron; otros, sollozaron y los demás miraban emocionados al “Corredera”.

Pasaba el tiempo y Alfonso Gómez Serrano, el Capellán de la Cárcel, insinuó a Juan que quería hablar a solas con él. Después de comunicarselo al Obispo, salieron todos de la capilla y se fueron a la sala donde estaba el Juez, el Jefe de la Guardia Civil, el Secretario de la Causa, el Director de la Prisión (en funciones), que era el administrador D, Ramón López Moya, y otros funcionarios.

Quedaron solos Juan y el Capellán, y aquel accedió a confesarse, aunque dijo que ya lo había hecho. Realmente, aquella conversación íntima duró mucho tiempo y desde el pasillo se podía observar que los dos estaban, simplemente dialogando.

Mientras esto ocurría, se oyó el motor de un coche que se acercaba a la puerta principal de la prisión. Alguien dijo: “hombre, ¡que alegría si vinieran a decirnos que se ha concedido el indulto! ¡la juerga que ibamos a organizar sobre la marcha!".  El automóvil aparcó y se comprobó que era la ambulancia municipal. De ella bajó un hombre con uniforme azul. En su interior traía un sencillo ataúd, pintado de color marrón oscuro.

Terminada la confesión, el Capellán se dirigió al Obispo:
-    ¿Podemos rezar el rosario?.
-    Mejor sea durante la Misa.
-    Señor Obispo, yo creo que es preferible ahora, porque de esa forma mantendremos más entretenido a Juan.
-    Me parece muy bien.

Se decidió, pues, rezar el rosario, a cuyo acto asistieron casi todos los que estaban en la sala.

Mientras esto ocurría, fueron llamados dos funcionarios para que se acercaran a la ambulancia y ayudaran a bajar el ataúd.
La caja fue introducida en el recinto y llevada al lugar opuesto  al que había elegido el verdugo, Bernardo Sánchez Bascullana, para instalar el garrote.

No había acabado aún el Rosario, cuando entró el Sargento de la Guardia Civil, con la cara desencajada.

-    ¡Por favor!, distraigan al hermano de Juan, porque el verdugo tiene que pasar para preparar el aparato.
-    No se preocupe, que pase rápido y vaya más allá.

El Sargento de la Guardia Civil, conocido por Juanito, era de Telde y amigo de Juan, desde la infancia. Denotó gran excitación durante toda la noche y tenía los ojos hinchados y llorosos.

Durante el transcurso de la Misa, el Obispo, con voz quebrada por la emoción, dijo: “Querido Juan, ¿Jesucristo tampoco quiso morir en una cama; a él lo azotaron,…! Y, sin embargo, supo perdonar a todos sus enemigos!".

El Obispo seguía hablando, mientras sus lagrimas corrían por sus mejillas.

-    Y tu, ¡querido amigo!, también has sabido perdonar a todos tus enemigos y tener un corazón muy grande y la suerte de conocer tu hora, de estar muy pronto junto a tu madre.  ¡Ojalá, pudiéramos tener todos esa dicha!.

Terminada la Misa, Juan, nos acercábamos (indica el autor), ineludiblemente, al terrible momento. Juan se colocó en la antesala y aún tuvo tiempo de echar una ojeada a lo poco que le quedaba. Aún así y, totalmente lúcido, pudo decir al Obispo y a los presentes:

-    Me han considerado dirigente de masas y, sin embargo, lo único que he sido es un desgraciado.

Juan García Suárez, estaba de pié en la antesala. Eran más o menos las 6 de la mañana. El Juez Massanet, avisó que a Antonio, para que pasara a despedirse de su hermano Juan. Entró, y Juan captó enseguida lo que ocurría.
-    Antonio, portate bien, no te olvides de todos los encargos, no bebas y cuida de la familia. Sabes que la pelota de goma, que me sirvió para que entrara en juego la mano mala, se la das a “Kimbo”, el boxeador, que fue el que me la regaló. La otra pelota, D. Conrado, se la doy al funcionario que usted sabe. De las jaulas que tengo, una se la das a tía Lola; y busca un calandria para la otra y se lo traes a D. Conrado, que siempre se portó muy bien conmigo.

Y así continuó repartiendo sus escasos bienes, pero de un valor sentimental incalculable.

Empezó a sacar todo de sus bolsillos y le dijo a Antonio: “para que veas que tu hermano se acuerda de ti: toma la fosforera, la pipa, y el pañuelo y la chaqueta…y mirando para sus pies, añadió: quítate esos zapatos, yo te doy estos que están nuevos; es una pena que sólo sirva para una caja de muerto”.

Seguidamente, y tras seguir inmóvil con su mirada, los pasos de Antonio que ya tenía que marchar, el cual no miró hacia atrás, Juan procedió con los agradecimientos a todos los allí presentes, incluido su abogado.

El Corredera”, salió de la capilla y se dirigió por  el pasillo de las oficinas hacia el Cuerpo de la Guardia Civil y, al llegar a éste, saludó con la mano a los guardias que se encontraban allí.  Algunos profundamente apenados, se escondían para no cruzarse con  la mirada sonriente de Juan. Mientras, el Sargento Juanito, lloraba amargamente detrás de una puerta y no tuvo fuerzas para asomarse y despedir a su paisano y amigo.

Al llegar a la esquina de pasillo, se detuvo el cortejo y alguien dijo:
-    Faltan las esposas!.
-    Sí, manifestó Juan, pónganme las esposas porque yo he leído que cuando a uno le aprietan el cuello, se echa manos para impedirlo.

Un funcionario procedió a colocárselas.

El verdugo aún no había terminado de preparar el aparato. Aunque segundos después, tuvo que pasar, con la mirada baja, junto a su víctima, portando el maletín que contenía el terrible garrote

Llegados al patíbulo, Juan García se hallaba de pié, erguido, con el pecho hacia fuera, y la constante sonrisa en sus labios. Cuando se acercaban al lugar de la ejecución, el  funcionario Antonio Caro, se desmayó, mientras los demás, lentamente, siguieron el camino.
Poco después, se invitó a Juan para que tomara asiento en la banqueta, y él, volviéndose para el capellán, dijo:
-    ¡Un momento, aún falta una cosa!. ¡Yo he perdonado a todos y he pedido perdón!. ¡Me falta perdonar al que me aprieta! Y dirigió su mirada hacer Bernardo, el verdugo de Sevilla.

Se sentó en la banqueta y colocó su cabeza junto al palo. El verdugo trató de colocar el collarín alrededor de la garganta y al comprobar que no encajaba dijo: Traiganme un par de mantas, para que sirvan de calzo.

Juan García “El Corredera”, había inclinado su cabeza. Su corazón continuó latiendo unos diez minutos más. Su rostro quedó totalmente  amoratado. Poco a poco y una vez certificada su defunción por el Dr. Rosas Surich, se procedió a quitarlo del poste y colocarlo en el suelo, donde su cadáver fue envuelto en mantas.

El médico militar, como pensando en voz alta, dijo:
-    ¡Coño!, vine convencido de asistir a la ejecución de un asesino y he visto morir a un gran hombre.

En ese momento se recibió una orden para que no fuera enterrado en Telde, como había sido su voluntad, la que con esto, no se respetó, ni tampoco en Cementerio de Las Palmas, sino en el Cementerio de Tafira, y esa orden no partió del Ejercito.

Llegados al Cementerio, pasado unos minutos, llegó un coche de matricula E.T. con el Juez acompañado del secretario.
-    ¿Qué pasa?, preguntó Massanet.
-    Por lo visto  no hay nicho disponible y lo quieren enterrar en una fosa común.
-    Háblate con el sepulturero y dile que busque un nicho como sea y lo pagamos a medias tú y yo. Ten en cuenta que no puede figurar a mi nombre.

Pedro, el sepulturero de Tafira, contestó que no quedaban nichos porque todavía no se habían terminado los nuevos.

En la pequeña oficina, examinó Pedro el libro registro y dijo: “aquí hay uno vacío, y como no lo han pagado, está libre”.





CONTINUARÁ





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